Yo trajinaba la primaria en la escuela 4 del Distrito VI, la Salvador María del Carril (Quintino Bocayuva y Agrelo), en la que mi papá empezó a participar en la Asociación Cooperadora. Creo que no me equivoco si digo que ahí se despertó su vocación por la acción social y comunitaria. Estaba yo en sexto o séptimo grado cuando el papá de una amiga mía lo presentó en el Rotary Club de Boedo. Y ya no paró más. Hoy lo recuerdo subido al escenario de la escuela en algún acto, para hablar en nombre de la Cooperadora. Y yo ya me sentía dueña del Universo. “Ese es mi papá!”, pensaba.
Él era el que me llevaba de chica o de adolescente a los teatros del off a ver algún clásico en un salón de pocas butacas y mucho esmero. El que me llevaba al Teatro San Martín , al cine a ver La Cenicienta en versión polaca (una joya que nunca volví a encontrar), o “El año pasado en Marienbad”, una película casi muda en blanco y negro de Resnais, que me aburrió sobremanera y por supuesto, nunca entendí. También era el que me llevaba al Correo Central los sábados a la mañana, para obtener esa primera plancha de una emisión de estampillas, que yo atesoraba junto con las postales que me mandaba desde los lugares del país a los que le tocaba viajar por trabajo. A veces nos llevaba a mi mamá y a mí con él. Entonces subíamos los tres al auto, cargados con juegos, muñecos y alfajores para amenizar el viaje y andábamos por la ruta horas y horas para llegar a algún pueblo perdido de la Mesopotamia o de La Pampa, esperar que él resolviera lo que tenía que hacer y emprender el regreso. Era una fiesta programar esos viajes en los que tenía a mi mamá y a mi papá tanto tiempo para mí sola. También era él quien me subió a una avioneta en Don Torcuato para un vuelo de bautismo, o me animó a la montaña rusa en el Italpark por primera vez. Le gustaba contrapesar a mi mamá, que era más prudente y menos proclive a las aventuras.
En pocos años, su etapa de trabajo en Rotary, empezó a superar los límites de Boedo. Y así fue conociendo gente de otros clubes y otros barrios. Nuevos amigos, nuevos desafíos, una labor distrital que lo llevó a las puertas de la Gobernación del Distrito 489, para el que trabajó incansablemente. En esos años, yo siempre quería ir a las reuniones del Rotary. Me divertía, me hacían honores y yo podía tocar la campanita para que todos se callen. Algunos años más tarde, circulé por Interact y Rotaract y en esos ámbitos encontré amigos de mi edad que tenían inquietudes parecidas. “Dar de sí antes de pensar en sí” era lema de Rotary que mi papá hizo propio. En 1984, con 20 años, tuve mi primer trabajo y el BREO, su primera secretaria. El BREO era el Banco Rotario de Elementos Ortopédicos que había fundado Aníbal junto a un grupo de amigos rotarios. Fui feliz en todos esos lugares siendo “la hija de Lomba”.
Resultaría fácil pensar que elegí estudiar la carrera de Historia siguiendo una vez más sus pasos. Pero no: acá las cosas fueron al revés. A mi papá aun no se le había despertado la pasión por la historia por entonces y era una broma familiar decir que él había descubierto tardíamente su vocación histórica a través de mí. La peña Pacha Camac, el escultor ruso Stefan Erzia, el “Alma que Canta” y los cafés de Boedo fueron algunos de los temas que lo apasionaron desde la investigación. Escribió y descubrió una nueva pasión en el periodismo. Su trabajo en Nuevo Ciclo le permitió despuntar algo de esa pasión y sentía orgullo cada vez que podía mostrar su carnet de periodista. A través de Francisco Reyes y de su primo Arturo Alvarez Lomba, empezó a amar y a entender el arte escultórico. Mi mamá decía “tu padre tiene hormigas en los pies, no puede estar quieto!” deseando quizás que aterrizara un poco más en casa de lo que solía estar. Pero ella sabía que era imposible y lo amaba como era: una máquina de generar proyectos, de entusiasmar personas y de alinear voluntades. Nunca era tarde para empezar una nueva vocación, para interesarse por algún campo nuevo del quehacer humano. Podía generar afectos profundos y duraderos, y alimentó amistades tanto de la primera hora (de su propia escuela primaria) como de la última etapa de su vida. Como decía Terencio, “nada de lo humano le era ajeno”. No sé de donde sacaba tiempo, pero siempre tenía un rato para tomar un café con quien se acercara a preguntarle algo, a pedirle consejo, o simplemente a charlar alguna inquietud compartida. Si tuviera que trazar las líneas que generaron las intersecciones en las que pudo concretar resultados, fueron el servicio, la historia, Boedo y el sur en general, la escultura, el periodismo y el lunfardo. En esos cruces cuajaron Nuevo Ciclo, la Cofradía de la Orden del Lengue, la Junta de Estudios Históricos de Boedo, el paseo de las Esculturas, el BREO, su labor en la Academia Porteña del Lunfardo y muchas otras inquietudes y proyectos, algunos de los cuales seguramente ni llegué a enterarme.
Desinteresado de lo material, daba de sí con generosidad ilimitada. Pero le costaba pedir cuando era para él. Austero, de opiniones fuertes, sencillo, entusiasta, apasionado, curioso, generoso, sensible, racional, desafiante, peleador, defensor de causas perdidas, impulsivo, amigo de los amigos sin condiciones ni límites, ético, devoto de sus raíces familiares, humilde, trabajador incansable, digno, protector, cabeza dura, orgulloso, leal, valiente, soñador. Ese es Aníbal.
Un párrafo importante merece su lado privado. En 2011 hicimos un festejo familiar por los 50 años de casados. Estaban felices mi mamá y él. Haber llegado a los 53 años compartidos también lo enorgullecía, aunque siempre hacía chistes con eso. Lamentablemente su única hermana y los dos hermanos de mi mamá fallecieron jóvenes y él siempre tuvo un rato para tener cerca a sus sobrinos, que le devolvían los mimos. Tenía muchos primos, aquí en la Argentina, en República Dominicana y en España. También estaba cerca de algunos de ellos a través del correo o del teléfono. Después de que me casé, mantuvimos la costumbre de ir a almorzar solos mi papá y yo de vez en cuando –al margen de los almuerzos o cenas familiares- y allí nos sincerábamos con nuestras cuitas. No se daba mucho permiso para contarme sus emociones, salvo escribiendo mails a la madrugada, cuando a veces lo acechaban la nostalgia o el temor por el futuro. La presencia de su yerno le dió cierta tranquilidad y la broma familiar entonces era que lo quería a él más que a mí: como yo no tuve hermanos, estaba celosa de mi propio marido… La llegada del nieto, le agregó amor y felicidad en la última década y pudimos disfrutar muy lindos momentos de juegos y paseos en familia. Una vez , cuando era chiquito, mi hijo –este único nieto tan amado – mostrando a un amigo una foto en la que estaba su abuelo en la esquina de San Juan y Boedo con un micrófono hablando a un grupo de gente y él, con sus cuatro o cinco años, a su lado (era la inauguración de una escultura), le explicó: “es el presidente de Boedo”.
Cuando mi papá intuyó su final, me dijo: “viví 77 años, más de lo que han vivido muchos de mis amigos, trabajé hasta el final, dejo un trabajo social y cultural que creo que valió la pena”. Su partida temprana y veloz no nos dio tiempo a hacernos a la idea de su desaparición física. Estupor , sorpresa, desconsuelo, se iban repitiendo a medida de sus amigos se enteraban de la triste noticia.
Hoy el orgullo por haber tenido este papá es una emoción que me ayuda a transitar el dolor inconsolable que siento. También me ayuda la compañía de quienes desde otro lugar distinto, también lo quisieron, lo valoraron y hoy se sienten un poco más solos sin su guía y sin su luz. Es tiempo de llorar su ausencia. Pero sé que la mejor manera de honrar su memoria será luego hacer lo que a él le hubiera gustado: levantar la cabeza y seguir adelante, soñar proyectos, construir realidades, y ayudar a otros en el camino del servicio, juntos, como parte de nuestro juego en esta carrera de postas invisibles que es la vida.
Marcela Lomba
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