La Tropelía
Su berretín mayor era tomarse un cafecito madrugador acompañado por una medialuna de grasa a la antigua usanza, tostadita y crocante, y al mismo tiempo leer con fruición un diario de la mañana, sin prisa y sin pausa. Esa formalidad, si se quiere caprichosa, la cumplía Don Santiago de lunes a sábado en el ”, de propiedad de Don Ponciano Arriaga, ocupando una mesa junto al único ventanal del local, que más que una ventana se asemejaba a una vidriera sobre la calle perdida del barrio tranquilo, a unas seis cuadras de su domicilio particular. Don Santiago, por espacio de dos horas corridas, se refugiaba en la placidez de ese local de forma rectangular, un tanto estrecho y de dimensiones no muy generosas, pero muy bien puesto. Se hundía en el silencio que a esa hora temprana de la mañana le ofrecía generalmente la poca presencia de parroquianos que no arriesgaban ese horario tan propicio para la lectura apacible. En el turno matutino, el boliche era atendido por un joven que despachaba los pedidos y de a ratos se desempeñaba como lavacopas; por Don Arriaga, a cargo de la caja y a veces del mostrador, y por una jovencita rubia, muy atenta y amable, que lucía unas gafas que le daban un aire levemente profesoral con un armazón que vestía su cara plena de simpatía. A su aspecto físico se le sumaba su eficiencia y su gran voluntad y se notaba además que Joaquina, que así se llamaba la joven, era feliz con su tarea de moza y muy celosa de su responsabilidad acerca de cuanto hacía y de todo lo que la rodeaba o sucedía en aquel lugar. No ocurría lo mismo con su patrón que era poco afecto a las relaciones públicas, enemigo de las chanzas y, como buen vasco, algo testarudo y poco propenso a aceptar críticas hacia su persona y a sus directivas. La rubia moza trabajaba ocho horas diarias, de lunes a sábado -porque los días domingo el café no abría sus puertas- siempre exhibiendo excelencia en el servicio y buen trato con la clientela, acorde con la riqueza de su ánimo. Varias veces, en distintas circunstancias, Joaquina se quejó muy quedamente ante Don Santiago respecto de las actitudes avasalladoras de su patrón que, hasta podría llegar a decirse, abusaba del maltrato y de la frecuencia de sus retos en público. En tal sentido, Don Santiago resultaba su confesor, un papel que debió aceptar por tratarse de un cliente regular de asidua concurrencia, y, tal vez, por ser una persona de edad avanzada que inspiraba confianza. Así resultó que Joaquina le confesó en una oportunidad, lejos de los oídos de Don Arriaga, que “una noche de Navidad entró al local una señora de mediana edad dispuesta a pasar esa Nochebuena con nosotros sin haber efectuado la reserva correspondiente y a una hora en que se habían agotado los lugares disponibles. No obstante, me las ingenié para ubicarla en una mesa individual, en un lugarcito conseguido a los tropezones. Al rato ingresa un señor con igual propósito y como yo le tengo terror a las soledades, con la anuencia de la señora lo ubiqué junto a ella en la mesa instalada en la emergencia. Ambos gozaron en compañía de una noche feliz que finalmente sirvió para consagrarlos en pareja matrimonial. Sin embargo, ese gesto navideño de mi parte me costó un severo reproche de Don Arriaga, gritando que yo no estaba para ser casamentera sino camarera”. En nueva confidencia, Joaquina dijo: “Otra vez, una señora muy guapa, muy lúcida y muy agradable, con gestos modosos reservó quince lugares alrededor de varias mesas colocadas en hilera para celebrar los cien años de una dama que luego me enteré de que se trataba de ella misma. Accedí al pedido pero ello me valió los clásicos gritos de mi patrón, diciéndome que en un lugar tan chico no podía soportar tal desatino y que yo era la moza y no la acomodadora”. De esa manera, Don Santiago con el correr del tiempo tomó conocimiento de los lamentos de la rubia moza que de tanto en tanto volvía sobre sus pasos quejumbrosos diciendo: “en fecha fija, una vez al año y por razones familiares, cinco primos provenientes de países vecinos se reunirían en una conmemoración especial, en varias mesas agrupadas formando un solo bloque, lo que alcancé a satisfacer solo un año porque al siguiente el obtuso juicio del dueño me lo impidió. Cuando fuimos víctimas de un asalto con armas de fuego, donde los malhechores vaciaron la caja con la recaudación del día y dejaron sin nada a los clientes presentes en ese momento, o cuando un arrebatador entró al local con la excusa de tomar un café y con el mayor disimulo le robó la cartera a una dama que la había apoyado contra el respaldo de una silla, también sufrí las reprimendas del patrón porque debí asumir no sé que misteriosa acción para espantarlos”. Don Santiago siempre estuvo atento a esas versiones del maltrato, pero en una ocasión fue testigo presencial de los dichos de Don Ponciano, cuando desaforadamente le recriminó a su empleada: “Escuchame jovencita, dejá de ser benefactora de los pobres porque esto no es una sociedad de beneficencia”. Esto ocurría porque Joaquina dejaba pasar por alto el cobro de algunos cafecitos servidos a un viejito que se negaba a abonar la cuenta y en su última visita esperaba llegar a canjearla con un ramito de flores marchitas mientras que, casi simultáneamente, una viejita con el mismo fin utilizaba un método diferente para lograrlo, pues primero se hacía servir un suculento café con leche y luego con una excusa cualquiera promovía un escándalo y se iba sin pagar. En ese escenario, entre los disgustos de la empleada y los picantes sermones de su empleador, Don Santiago no salía de su asombro y en cada jornada se repetía: ¿hasta cuándo? Después de haber gozado de cuarenta y cinco días de playa, como era su costumbre anual, y de haberse mantenido ajeno a medios escritos, radiales y televisivos, regresó a su barrio para encauzar su vida cafetinera que ya comenzaba a extrañar. Grande fue su sorpresa cuando en esa primera mañana de su retorno, al concurrir al boliche “El Famoso” lo encontró cerrado con las cortinas metálicas bajas y las esperanzas clausuradas. En tren de averiguar el motivo del cierre se dirigió al encargado de una casa de departamentos de las cercanías, con el cual mantenía una relación vecinal, para que le diera alguna información al respecto. El hombre le dijo que días atrás el local había amanecido cerrado tal cual se encontraba en ese momento, dado que el dueño, el vasco gritón, había sido asesinado en la puerta de su domicilio y que la principal sospechosa resultaba ser su empleada, a la que siempre sometía a un zamarreo verbal insoportable y a quien ese mismo día por la mañana había despedido de su empleo. Don Santiago, si bien en cierta manera lo había supuesto con aquella pregunta ¿hasta cuándo?, enterado ahora del hecho consumado volvió a reflexionar: una joven tan dulce no pudo haber cometido tan amarga tropelía. El fiscal del caso, no obstante que el juez le dictara prisión preventiva a la desdichada muchacha, siguió con su deber de continuar investigando hasta las últimas consecuencias, ya que su experiencia así lo señalaba. La averiguación policial y judicial lograron esclarecer el crimen. La rubia moza obtuvo su libertad. Un pretendiente no declarado, el lavacopas del turno noche, confesó: “El ‘chancho’ se cansó de pisotear a la piba que yo tanto adoro, aunque ella no lo sabe, y esta mañana cuando la echó sin miramientos, no aguanté más y ‘el famoso’ pagó su ‘mala fama’, y ahí nomás chapé el bufoso y le metí cinco plomos y a otra cosa che pebeta”.
Por; Omar Granelli
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